lunes, 9 de enero de 2012

Reducción al absurdo

Profesor con un cartel alusivo al proceso de privatización y al despido de más de 3.000 profesores de secundaria este curso.

Son frecuentes las quejas sobre el déficit de expresión escrita y oral de nuestros adolescentes. Un déficit que, si somos honestos, deberíamos hacer extensivo a un amplísimo -y sonrojante- porcentaje de nuestra población. Evidentemente, semejante lacra tiene que ver con una clara laguna educativa y, en cierto modo, se podría culpar a los docentes -total, está de moda responsabilizarnos e insultarnos por todo, así que no se corten, háganlo- de no trabajar esas destrezas.

No seré yo quien niegue que es necesario revisar nuestros métodos y que en asignaturas como lengua no podemos perder casi todas nuestras sesiones aburriendo a los alumnos con temarios obsoletos (¿para cuándo se incluirá la lectura de los últimos años del siglo XX y primeros del XXI en nuestros temarios, donde lo más actual sigue siendo La colmena?) ni haciendo interminables análisis sintácticos. Al final de semejante -y ejemplar- proceso, conseguimos que nuestros alumnos conozcan listados de autores y obras a los que cambian el nombre y el siglo -poco les ha quedado de ellos, aparte de las chuletas virtuales o no que hayan podido hacerse- y que dibujen, eso sí, decenas y cientos de cajas con sintagmas, funciones y toda clase de florituras terminonológicas que en su cabeza no son más que etiquetas que sirven para superar exámenes, pero no una reflexión real sobre los mecanismos de nuestro idioma.

El sistema falla en su diseño -las pruebas de Selectividad en Lengua y en Literatura Universal son un claro ejemplo de ello o las de Lengua, donde se nos recomienda que la literatura actual no vaya más allá de 1970... cuando no había nacido ni yo, por cierto- y, a menudo, en su ejecución. No entiendo a quienes siguen torturando a los alumnos con lecturas infumables, o con trabajos de pura y dura repetición (viva el corta y pega desde la Wikipedia), o con propuestas que ya eran antiguas cuando yo cursaba el extinto BUP (sí, lo confieso, no me pilló la ESO..., pero por los pelos, que conste este último dato a favor de mi edad).

Pero, aun asumiendo que los docentes debemos revisar nuestra metodología (algo que critiqué con bastante crudeza en La edad de la ira) y que nadie ha tenido aún el valor de corregir los errores de un sistema cada vez más obsoleto y tendente al fracaso, no es menos cierto que gracias a los recortes salvajes de nuestras Consejerías ¿educativas?, esa revisión metodológica roza lo imposible. En mi caso, por ejemplo, admito que soy muy partidario de pedir trabajos en grupo que, después, los alumnos habrán de exponer oralmente ante sus compañeros. De este modo, intento fomentar la cooperación y el trabajo en equipo -destreza que necesitarán a lo largo de toda su vida profesional-, el espíritu crítico -nunca son trabajos que puedan copiar o plagiar de fuente alguna- y, por último, sus capacidades de locución y de oratoria, cualidades que han de ser esenciales en su futura vida adulta o que, al menos, habrían de serlo en una sociedad que no idolatrase a intelectuales de la talla de Kiko Rivera o Belén Esteban.

Pues bien, con mis actuales grupos de hasta 36 alumnos en Bachillerato, y teniendo en cuenta que estoy obligado a cumplir el programa que les pedirán en Selectividad, ya el mero hecho de dedicar dos sesiones a exponer esos trabajos es casi un lujo temporal que no puedo permitirme. A pesar de ello, se hace el esfuerzo, ciñendo al mínimo otros contenidos y se rescatan esas dos clases para que esos 36 alumnos puedan hablar. Como cada sesión dura unos 50 minutos -que se convierten, con suerte, en 45 reales-, cada alumno dispone de unos 2 o 3 minutos (máximo) para hacer una más que esmerada síntesis de su parte del trabajo.
A pesar de la presión del tiempo, del estrés que me supone luego reajustar el temario oficial para llegar a los plazos previstos y que no queden lagunas en la programación, a pesar de que 3 minutos son una miseria..., a pesar de todo, yo -de momento- me niego a prescindir de esos trabajos y de esas sesiones, porque son las más interesantes del curso, porque los alumnos aprenden unos de otros, porque trabajan la literatura desde una óptica personal, original, única, y no desde el borreguismo al que pretenden conducirnos con las aulas masificadas promovidas por Figar, Aguirre y compañía en nuestros centros escolares.

En cuanto a la expresión escrita, imagínense que, además de ejercicios y exámenes, tuvieran que leerse una media de 200 o 250 trabajos semanales. O quincenales. ¿De cuántas páginas se puede pedir un trabajo que realmente queramos leer, revisar, corregir y valorar de modo que esa corrección sea formativa para nuestros alumnos? E insisto: no trato de excusar la desidia -siempre he rechazado el corporativismo de quien defiende al que no hace nada- sino explicar por qué quienes queremos hacer cosas -y se lo aseguro: somos muchos- nos vemos tan atados a la hora de salirnos de los cauces metodológicos habituales para plantear otras vías. Otros modelos. A mí, desde luego, las horas -con el número actual de grupos y de alumnos por grupo- no me llegan.

Carta de Esperanza Aguirre a los profesores, corregida.
 Aun así, como estamos algo locos -supongo-, nos sobrecargamos de trabajo -algo que no tiene más incentivo que el personal, porque la Consejería solo sabe sancionar, pero no incentivar ni promocionar- y hacemos lo que podemos mientras nos dicen que sobran profesores, que somos unos vagos y que los compañeros interinos no son la gente entusiasta y llena de energía que he conocido en estos años -cuánto han hecho en mi centro, por ejemplo- sino tipos cogidos a dedo. Supongo que si nos definen así es porque se olvidan de que nuestro proceso de oposición no tiene nada que ver con los cargos que sí se seleccionan con ese famoso dedo del que ellos hablan y que cobran sueldos indecentes por funciones, a menudo, discutibles o, cuando menos, de dudosa necesidad.

Mientras, todos seguimos quejándonos de que no se habla ni se escribe con propiedad. De que los sms que llegan a ciertos programas de la televisión son auténticas pesadillas ortográficas. De que tenemos un nivel cultural bajísimo y de que nuestros adolescentes van a ser, en unos años, los menos preparados de Europa, gracias a un sistema educativo recortado, disminuido y en el que no hay capacidad de incentivar, promocionar, ni premiar nada. Solo castigos generales -la última es que ya ni siquiera podemos enfermar, salvo que estemos dispuestos a no cobrar gran parte de nuestro sueldo ese mes-, insultos, mentiras y sanciones globales para desprestigiar a un colectivo donde hay mucha gente que creemos firmemente en la tarea educativa, en la escuela pública, en que una formación digna es la única garantía para un futuro igualmente digno. Gente que, está claro, fomentamos el espíritu crítico y el pensamiento libre, algo que no gusta nada a quienes han visto en esta crisis una magnífica oportunidad para convertirnos en la masa acrítica con la que sueñan.

Pero no importa, porque no cuentan con que los locos -algo quijotesco tendremos, digo yo- somos más que incansables y seguiremos luchando por una sociedad en la que sí creemos. Una sociedad que no se parece en nada a la que nos quieren obligar a asumir.

Fernándo J. López, profesor de Lengua y Litertura, bloguero, dramaturgo y novelista. 

Publicado en Eso de la ESO

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