En los últimos años estábamos afrontando grandes retos: una vez escolarizada la población hasta los 16 años, había que impulsar la Formación Profesional -está entre 15 y 25 puntos por debajo de los países nórdicos y de la media de la OCDE-, la formación en idiomas, evitar la brecha tecnológica... La educación impacta de lleno en dos ámbitos de vital importancia: uno es la convivencia y la tolerancia; el otro, la economía productiva, sobre la que tiene una influencia evidente. Este problema puede desaparecer, ya que en los próximos 10 años 50.000 jóvenes bien preparados abandonarán el país.
Y es posible que esa fortaleza ganada en los últimos años pueda aguantar hasta un límite. Es verdad que, una vez alcanzado un determinado nivel, no hay una relación directa entre el aumento del gasto y el incremento de la calidad educativa, pero tampoco sabemos dónde está el límite para que empecemos a decrecer en la calidad. Si con los recortes educativos se traspasa esa línea roja, empezaremos a ir mal y todo lo construido durante años con mucho esfuerzo se irá al garete muy rápidamente.
Un 30% de fracaso escolar condena a muchos ciudadanos a la marginación. Es difícil entender cómo se combate recortando salarios, programas de formación de docentes, reduciendo interinos y sustitutos (que son aproximadamente un 22% del total), las becas, las actividades extraescolares, incrementando las horas lectivas y los ratios, etcétera. Algo se me escapa, quizá tenga que ver con la ausencia de una política coherente en educación. Pero ¿la educación no era lo más importante para un país?
Al evidente daño al sistema educativo hay que añadir el perjuicio que se causa a los sectores más desfavorecidos, ya que aumentará la pobreza económica y social, el desempleo y la marginación. ¿Y qué decir de la necesidad de compensar las desigualdades? El sistema educativo, al igual que el sanitario, es muy sensible, cuesta poco destruir lo que se ha edificado con tanto esfuerzo. El resultado de estos recortes, y esperemos que Europa quiera impedirlo, será un sistema educativo con altas cotas de ineficiencia, bajos niveles de rendimiento y un todavía más alto índice de fracaso escolar. ¿O es que todavía creen en los milagros?
Francisco Imbernón es catedrático de Pedagogía de la Universidad de Barcelona y director del Observatorio Internacional de la Profesión Docente
Publicado en EL PAÍS
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